Esta representación es la imagen más antigua de la Pascua y recoge un hecho histórico muy concreto de la vida de Jesús resucitado. La escena y los personajes son siempre los mismos: un grupo de mujeres portando los frascos con las esencias perfumadas; un ángel vestido de blanço sentado que se dirige a ellas con el gesto; el sepulcro abierto y la mortaja suelta, sin el cuerpo que debería amortajar.
Está alboreando. Las mujeres que van al sepulcro tienen en las manos óleos aromáticos y mirra para embalsamar el cuerpo de Jesús. Sus vestidos tienen colores crepusculares: las sombras de la noche están cediendo a la aurora. En el lado opuesto, un ángel con vestiduras doradas; en él se trasluce la luz del día sin ocaso que Cristo ha inaugurado. El mensajero celestial está sentado sobre la piedra que cerraba el sepulcro y que ha sido retirada.
En el centro, la tumba está vacía. La Vida ya no está allí. Como en la anunciación un ángel lleva la Buena Noticia: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado» (Lc 24, 5). Las mujeres reciben y custodian en la fe este anuncio. El ángel indica la tumba y las vendas mortuorias. Notamos aquí las analogías con la Natividad: la gruta oscura, el pesebre-sepulcro, las vendas que envolvían el cuerpo de Jesús... El misterio de la encarnación ha llegado a su cumplimiento. Se abre una nueva era: «De modo que nosotros desde ahora no conocemos a nadie según la carne; si alguna vez conocimos a Cristo según la carne, ahora ya no lo conocemos así. Por tanto, si alguno está en Cristo es una criatura nueva. Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo» (2 Cor 5, 16-17).
El personaje central del icono es el ángel que por sus dimensiones, su protagonismo en el relato y el mismo gesto decidido domina la escena. En este icono está sentado sobre la piedra que cubría el sepulcro, mientras mira a las mujeres y señala con su mano la mortaja que permanece en el sepulcro vacío. Su atuendo, túnica dorada cubierta con manto blanco, habla de su cercanía a la divinidad y da autoridad suplementaria a sus palabras: «No tengáis miedo. ¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? Ha resucitado. No está aquí. Mirad el sitio donde lo pusieron» (Mc 16, 6).
Portadoras de unguentos y myron, portadoras de aromas y esencias, llegan las mujeres miróforas empujadas por el amor a Jesús hasta el lugar donde José de Arimatea y algunos discípulos colocaron al crucificado. En sus rostros tensos y con gestos de abatimiento, se adivinan las dificultades que pensaban que deberían vencer: retirar una pesada losa y, quizás, vencer la resistencia de la guardia romana. Sin embargo, reciben un mensaje sorprendente de un no menos sorprendente personaje, el ángel.
De las tres mujeres, solo una tiene aureola. Es la Magdalena, la mujer pecadora transformada por el amor de Cristo. Ella es la imagen de la Iglesia, a la cual el Señor ha donado una nueva naturaleza, haciendola conforme a si, su esposa.
La Iglesia encontrará a Cristo en el Espiritu; lo verá en la evangelización; podrá dar su vida para anunciar a todos los hombres que tienen un Padre en el cielo